Mailin describe sus ataques de nervios como una soga invisible que se enreda en su garganta y que no la deja respirar. Los ataques comenzaron luego de marzo de 2020, desencadenados por distintos factores y agudizados por el COVID-19. Las alteraciones en su salud mental la obligaron a salir de su casa y atravesar varios kilómetros en busca de paz. Vivir una pandemia en el barrio más extenso de Petare, conocido como una zona roja en la capital venezolana, es distinto a hacerlo en cualquier otro sitio de la ciudad. Especialmente cuando el COVID-19 no es lo único potencialmente peligroso afuera.
La niña palideció cuando sonó el primer disparo. La ráfaga que vino después los tomó por sorpresa. Mailin abrazó a sus dos hijos y se arrojó al suelo: “No se levanten”, les susurró. El tiroteo duró al menos quince minutos; una eternidad llena de balas en todas direcciones. Se trataba de otra de las rencillas entre bandas en la zona 10 de José Félix Ribas, al este caraqueño.
Al terminar todo, hubo silencio.
Las crisis de nervios de Mailin González eran algo nuevo en sus 30 años de vida. Ella las recuerda con nitidez, rememora el sudor frío surcando sus cejas, el dolor en su nuca y la sensación de que su alrededor empezaba a girar y difuminarse en colores opacos.
Septiembre de 2020, marcado en el calendario. El registro de contagios totales de COVID-19 en el país era de 47.756 personas. La madre y los niños se habían encerrado desde hacía cinco meses, escondiéndose de la pandemia, que llegó a Venezuela en marzo del mismo año. Los hermanos no salían a jugar desde entonces y Mailin creía que las paredes se hacían cada vez más estrechas
En el colegio de su hijo menor ofrecían terapia psicológica para niños y padres que se sintieran agobiados por el covid y la inseguridad. Pero Mailin se preguntó qué utilidad tendría un psicólogo para ellos. Oiría sus penas, probablemente ella hablaría de lo sola y desconcertada que se sentía. Un año más tarde lamentaría la decisión de no acudir.
Había rumores de que los vecinos estaban muriendo, y no solo por balas perdidas. Mailin tomó la decisión de irse. En mayo, Mailin hizo maletas y viajó con sus niños hasta Santa Lucía, en los Valles del Tuy, cerca de la cordillera de la Costa. Recorrieron 60 kilómetros desde Caracas, la capital de Venezuela, hasta la pequeña y endeble casita del abuelo Omar, en el estado Miranda.
Para entonces, su hijo ya había comenzado a ir a terapia del lenguaje, por recomendación de las maestras del colegio Jesús Maestro de la red de Fe y Alegría. Podía formular algunas palabras claras. A Mailin le preocupaba alejarlo de los especialistas, pero en Santa Lucía se respiraba paz. Su hija estaba más tranquila porque no se escuchaban balas. Los vecinos estaban separados por varias franjas de tierra, donde cada quien plantaba verduras y las gallinas pululaban.
Mayo de 2021. El año escolar estaba en curso de forma remota. Desde marzo de 2020, por orden gubernamental, 27.000 planteles cerraron sus puertas en Venezuela y por lo menos 10 millones de estudiantes se quedaron en sus hogares. Las sesiones debían desarrollarse a través de las pantallas de cualquier dispositivo a la mano, celular o computadora.
Antes de irse, Mailin le escribió a Marisol, la maestra del grupo de preescolar de primer nivel en el que estudiaba su hijo menor. Le avisó que estaría fuera de la ciudad por tres meses y que intentaría enviar todos los deberes de su hijo a tiempo, aunque tuviese que subirse al techo de la casa de su suegro para encontrar cobertura telefónica.
Pero no fue necesario: el único lugar en la cabaña de Santa Lucía del Tuy dónde la señal llegaba débilmente era el gallinero. El día en que la maestra Marisol llamó a Mailin para avisarle que en junio iba a evaluar el progreso de su hijo, Gonzalez se preocupó. El niño apenas estaba comenzando a hablar claro y hubo que traerlo de un riachuelo cercano hasta el lugar lleno de aves que correteaban. Cuando se acomodó frente al teléfono, el examen empezó.
Agosto de 2020. Antes de irse a Santa Lucía, a Mailin le preocupaba enseñarle sola a sus hijos. Sin poder llevarlos a la escuela era ella la que debía actuar como maestra en casa. Su hija mayor no tuvo problema, porque estaba en tercer grado y siempre había sido obediente. Lo difícil era hacer hablar al más pequeño.
-“¿Qué color es este?”, su madre le mostraba el dibujo de un pollito amarillo.
-“…llo”, musitaba el niño.
Las vocales y los últimos sonidos de las palabras lo ayudaban a comunicarse con el mundo exterior, pero nada más. A veces Mailin se preguntaba cómo pensaba su hijo: ¿serían sus pensamientos palabras completas, imágenes, colores? Sobre todo: ¿por qué no podía hablar?
Los días, largos y frustrantes, estuvieron a punto de hacerla perder el control. La paciencia para enseñar se le escurría entre los dedos. El niño ingresaría a la escuela pronto. Cuando lo inscribió, en septiembre de 2020, en lo alto de la zona 10 de José Félix Ribas, las maestras preguntaron por qué no pronunciaba las palabras.
“¿Te molesta el tapabocas?”, le preguntaron.
Pero el chiquillo de cuatro años apenas abrió los labios para decir “o”.
La maestra Marisol se dio cuenta pronto de lo que ocurría, y aconsejó que el niño se viese con un terapista del lenguaje, pero que igual tomara las clases remotas. A Mailin no le agradó la idea al principio, pero pronto se dio cuenta que no hablaría bien si un especialista no le ayudaba. Cumpliría 5 años pronto y no era capaz de decir “azul”, sin esfuerzo.
Marzo de 2021. “Si no vas a ir tú, por lo menos llevala a ella”, ese fue el consejo que la señora Osmaira, la comadre de Mailin, le ofreció cuando supo que su nieta perdía el color y vomitaba cada vez que había un tiroteo. Ir al psicólogo le parecía lo más razonable, mientras que a González le resultaba poco alentador.
El 27 de marzo Osmaira le envió el número de un psicólogo adscrito a un programa de voluntariado, donde las llamadas de atención eran gratuitas. En abril, Mailin llamó por primera vez luego de que su hija comenzara a gritar porque una amiga de su edad le estornudó accidentalmente en la cara.
Las consultas psicológicas aumentaron en Venezuela desde el 2020. La organización Psicólogos Sin Fronteras atendió a más de 3.000 personas entre el 16 de marzo y el 30 de septiembre, cuando en todo el 2019 solo alcanzó a hacerlo con 900.
Pero después de la primera consulta, nunca más regresó. Desde su casa hasta Chacaíto -lugar en donde se encuentra la oficina del psicólogo- hay una distancia de 9 kilómetros. Para llegar, hay que usar automóvil o transporte público. Ella lo sopesó y descartó el Metro de Caracas, utilizado por un promedio de 350.000 personas diarias en 2020 según la ONG Familia Metro. Sin aire acondicionado y con los retrasos entre tren y tren, el lugar era un foco de coronavirus.
Pensó en los autobuses. Pero subirse a uno de ellos, con un pasaje a 300.000,00 bs (0,3 bolívares del cono monetario actual) no le era rentable.
Mayo de 2021. El 14 de mayo, rodeada de vegetación y con el sol en lo alto, Mailin le comenzó a enseñar el abecedario al niño, repitieron los colores hasta el cansancio y contaron a los pollitos que perseguían a sus mamás muy cerca del conuco del abuelo Omar.
El niño hablaba mejor y ella ya no sentía la soga atada al cuello. Descubrió en su hijo una inaudita memoria capaz de recordar detalles mínimos. Ahora no decía “…llo”, sino “amadillo”, cuando veía saltar a los polluelos.
Lejos de las preocupaciones de José Félix Ribas, Mailin encontró un suave placer en enseñar a sus hijos cosas básicas, como cuentas y oraciones. Se recordó a sí misma que alguna vez había trabajado en una escuela de puericultura, como ayudante. Parecía haberlo olvidado los últimos años.
Transcurrió un mes tranquilo, sin que ella supiese que en Venezuela se contabilizaban 234.165 contagiados de coronavirus para el lunes 31.
El 1 de junio, la maestra Marisol envió un mensaje y avisó que las evaluaciones comenzarían el siguiente lunes. Como Mailin no tenía señal en el teléfono, no lo supo hasta el mismo día, cuando se le ocurrió sentarse en el gallinero para revisar el celular.
Cuando inició la videollamada, tanto el abuelo como la madre se dieron cuenta de que tenían muy pocos recursos didácticos alrededor. La maestra Marisol se veía notablemente sorprendida por la cantidad de gallinas y pollitos al otro lado de la pantalla.
Pero su hijo no se inmutó y recitó las vocales. Nombró los colores del cielo, de las plantas, de su franela, del viejo sombrero de paja del abuelo.
La maestra Marisol pidió que le dieran una bandeja llena con harina, para que pudiese trazar con el dedo las letras. Era una forma más fácil, que ponerlo a escribir en el cuaderno con el montón de animales alrededor. En la casa no había ni un kilo de harina, pero se las arreglaron: el abuelo Omar tomó un par de puñados de tierra y los tamizó, para sacarle las diminutas piedras. Asentó el resultado en un latón y allí fue que el niño trazó con los dedos las letras de su nombre.
La maestra Marisol se dio por satisfecha. Mailin volvió a dormir con regularidad.
Octubre de 2021. “La maestra Marisol me dijo que varias mamá cancelaron las evaluaciones de sus hijos, porque no querían usar datos o con otras excusas. Dijo que mi familia es fuerte. Que soy fuerte, pero yo no me sentí fuerte el año pasado. Creí que el mundo se estaba acabando”, contó Mailin a Efecto Cocuyo.
Al volver a Caracas, a principios de septiembre, lo hizo con recelo. Esperaba que la soga no volviera. Esa es su forma de describir sus ataques de nervios y la ansiedad. Pero sabía que inevitablemente volverían a oír disparos.
Sin embargo, desde su experiencia como maestra de sus hijos en Santa Lucía del Tuy, Mailin se dio cuenta de que existía algo terapéutico en enseñar. Movida por la idea, un día escribió un cartel en un pequeño cartón y lo pegó en la puerta de su casa en José Félix Ribas:
“Se dictan tareas dirigidas”
A mitad de septiembre tenía tres alumnos, a cinco dólares al mes. El insomnio desapareció y el terror al COVID-19 se transmutó en precaución.
“Hoy me arrepiento de no haber llevado a mi niña al psicólogo antes. De no haber ido yo. Creo que no quería que hubiese nada malo con nosotros. Cuando volvimos me di cuenta que si hubiésemos ido al psicólogo, tal vez no hubiéramos tenido que viajar hasta donde mi suegro, porque al fin y al cabo escapamos por un rato. Pero otra vez estamos aquí y cuando suena algo parecido a un tiro, ella se pone muy pálida”, explicó.
Mailin sabe que ella también debe ir a consulta. Pero dice que le cuesta hablar de lo que le duele y lo que le asusta a profundidad. Pospuso su propia terapia para enero de 2022. Mientras tanto, da clases a los niños de otros. En secreto, quiere ser docente. Estudiar una licenciatura está también en sus planes del próximo año.
“El 2020 fue el peor año de mi vida. El 2021 fue otra cosa, porque me moví. Ahora tengo que hacer que lo que viene sea diferente. Por mí y por ellos”, dice Mailin.