Alejandro estaba en su casa la mañana del viernes 13 de marzo de 2020.
Llegaba de cumplir sus 24 horas de jornada en una comisaría de la Policía Nacional Bolivariana (PNB). La televisión estaba encendida a un volumen moderado, el funcionario estaba en su habitación, pero el lugar era tan pequeño que a lo lejos se escuchaba lo que hablaban en la pantalla; de un momento a otro, una cadena presidencial de radio y televisión interrumpió un programa de variedades.
La vicepresidenta de la República, Delcy Rodríguez, anunció ese día que el coronavirus había llegado a Venezuela. Inmediatamente, el funcionario de la PNB se paró de la cama y le dio volumen al televisor; escuchó sobre los dos primeros casos y creó un plan para sobrevivir a la cuarentena.
Alejandro había leído y visto videos sobre cómo el COVID-19 había afectado la ciudad de Wuhan, en China, donde se detectaron los primeros casos de la enfermedad que cambió al mundo en diciembre de 2020; pero nunca pensó que esta llegaría a Venezuela.
Era de los que creían en teorías conspirativas: que el virus había sido creado en un laboratorio o que la pandemia era un invento de los gobiernos para controlar a los ciudadanos. Aunque el policía tenía dudas sobre la veracidad de las falsedades que leía en redes sociales, igual tomó una medida preventiva: comenzó a guardar dinero.
Alejandro tiene 29 años de edad, vive con su esposa y su hija de cuatro años. Además, tiene otra hija de 9 años, que no vive con él. Es el único miembro de su familia que trabaja, el único sustento de su hogar.
Tras el anuncio comenzó a buscar un empleo adicional para costear los gastos de la comida y de los productos de bioseguridad. Desde hace siete años, el oficial trabaja como funcionario de la PNB. Su salario es de 100 bolívares al mes, el equivalente a 20 dólares estadounidenses.
En Colombia, por ejemplo, el salario mínimo de un oficial de policía es de 210 dólares al mes. Un funcionario con la experiencia de Alejandro en el vecino país podría ganar hasta el doble del salario mínimo.
Lo que había ahorrado – menos de 250 dólares- no le alcanzó para cubrir los meses de encierro que se extendieron desde marzo a junio de 2020. Por esa razón, Alejandro se inició como repartidor de comida; el joven terminaba su jornada policial a las 6:00 a.m. y se regresaba a su casa para asearse y salir a entregar productos.
Cuando empezó la cuarentena, Alejandro pensó que el encierro iba a durar pocos días. En su casa todos eran rigurosos con las normas de bioseguridad. Él era el único que salía a hacer las compras de primera necesidad.
Relata que estaba atemorizado, no quería que ninguno de sus familiares se contagiara de COVID-19. No permitía visitas en su casa. Pero más allá del miedo a la pandemia, le generaba mayor angustia no tener los ingresos suficientes para mantener a sus hijas.
Su salario apenas alcanza para la comida de su núcleo familiar. Según la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida (Encovi) de la Universidad Católica Andrés Bello (Ucab), para el año 2020, nueve de cada 10 hogares de Venezuela (96%) presentaba pobreza de ingreso, que se refiere a la tasa per cápita de ingresos netos en el hogar en comparación a la cesta básica alimenticia. El hogar de Alejandro forma parte de esta cifra.
En ese punto de quiebre económico, Alejandro debió aumentar el número de horas en el que hacía las entregas de comidas. No le importaba llegar muy cansado después de horas sin dormir durante sus guardias como policía.
Nunca le puso precio a las carreras que hacía como repartidor de comida. En el restaurante de comida rápida donde laboraba le pagaban 2 dólares por carreras cortas y 3 dólares por las entregas que hiciera a distancias más alejadas.
Cuando no salían pedidos del restaurante, el funcionario les hacía encomiendas a sus vecinos que temían contagiarse con el COVID-19. Les compraba mercados completos, medicinas, comida chatarra o cualquier diligencia, e iba hasta la casa de los clientes.
Gracias a ese segundo trabajo el oficial de la PNB pudo costear la comida para su familia, pero el agotamiento físico y mental le pasaron factura. Era poco lo que conversaba con sus amigos. Casi ni se contactaron. El poco tiempo libre que tenía lo usaba para dormir.
Antes de la pandemia le gustaba hacer ejercicio y salir a trotar. Pero su estado de ánimo empeoró, subió de peso. Solo estaba preocupado por trabajar y llevar el alimento a su hogar.
La madre de Alejandro, junto a la mayoría de sus familiares, emigraron a Colombia en 2016. Su hogar de crianza quedó solo. Una vez por semana iba a encender las luces y evitar que la invadieran. La casa de su mamá sirve como lugar de desahogo.
Dice que a veces aprovechaba la soledad del hogar materno para llorar, gritar y golpear almohadas. Esa fue la manera que encontró para preservar su salud mental.
Pero en las rutinas de desahogo en casa de su madre, también lidiaba con varios demonios: ataques de pánico, ansiedad, depresión e ideaciones suicidas.
Aseguró que pensaba asistir a un psicólogo, pero en la región donde vive los servicios de atención a la salud mental son privados. En 2020 una consulta psicológica rondaba entre los 20 y 30 dólares por sesión.
El oficial de policía no podía costearse la terapia con su salario, ni siquiera con el dinero que ganaba haciendo las entregas de comida.
–Alejandro ¿qué horá es? ¿No puedes dormir? – le pregunta su esposa en la cama. Tal vez eran las 2:00 o 3:00 a.m.
-Estoy viendo videos en Facebook- miente el policía con tranquilidad.
Esta escena se repetía cada vez que Alejandro pernoctaba en su casa. Las interrupciones del sueño no eran nuevas. Antes de la cuarentena le sucedía, pero el encierro y las preocupaciones por su futuro, las incrementaron.
Había días en que no podía dormir. Se desvelaba leyendo cosas, viendo videos en redes sociales. Pensando.
– ¿Tú tienes hijo?, interrumpe Alejandro de forma abrupta la entrevista telefónica.
-No, respondió el reportero.
-Bueno, cuando tengas hijos vas a sentir eso. Tendrás ese miedo de que estás en tu casa, con tu esposa y seas el único sustento de la familia. Tendrás ese miedo de no tener nada de comida y tu hijo te diga: papá tengo hambre y no tengas que darle.
Estaba aterrado todos los días. Solo pensaba en la comida de hoy, mañana y después.
La muerte de un vecino por coronavirus le generó más angustia. Siempre leyó y escuchó sobre contagios en otros lugares, pero nunca de personas muy cercanas a él. Incluso dentro de la comisaría donde trabajaba no hubo algún compañero cercano que fuera diagnosticado con el virus.
Pero, Alejandro fue testigo de cómo su vecino murió a causa del COVID-19.
Un día toda la comunidad se reunió a hacer una larga fila para adquirir una bombona de gas doméstico. En la cola estaba el funcionario y su esposa, tres puestos más adelante se encontraba José Domínguez, un anciano de 70 años que esperaba comprar su cilindro.
La venta transcurrió sin mucho ajetreo, hasta que comenzó a llover. Domínguez se mojó. No fue hasta que obtuvo la bombona de gas que se marchó a su hogar. A las pocas horas, le avisaron que su vecino tenía fiebre y malestar de gripe.
Domínguez, que vivía solo, fue sacado a la emergencia de un hospital por sus hijos, un día después de presentar los síntomas. En pocas horas empeoró. Tenía dificultad para respirar. A pesar de los esfuerzos, el hombre murió una semana después de ser ingresado en el centro médico.
Mientras los contagios seguían incrementándose en Venezuela, ni a Alejandro ni a sus compañeros les ofrecieron algún servicio de atención a la salud mental. Su seguro médico no le alcanzaba para nada, no fueron dotados de equipos de bioseguridad y nunca le practicaron alguna prueba para descartar el COVID-19, pese a que reportó en dos ocasiones tener síntomas de gripe y fiebre.
Alejandro aún es policía y continúa con sus entregas de comida, cuando tiene tiempo libre. En su casa aún falta comida y dinero, pero en la PNB no le aumentan el sueldo, “tampoco creo que lo hagan”.
*Los nombres de los entrevistados fueron cambiados para resguardar su identidad.