Carlos estaba parado firme en una fila junto a sus compañeros de comando en la Guardia Nacional Bolivariana (GNB). Todos tenían más de un mes de estar encerrados y esperaban el permiso de salida para ver a sus familias. Cuando llegó el comandante del pelotón les dio una noticia que los dejó en el sitio: el COVID-19 había llegado a Venezuela y se imponía una cuarentena en el país.
Escucharon atentamente las palabras de su superior que les explicaba que no podrían salir de las instalaciones castrenses hasta nuevo aviso.
Carlos tiene 30 años de edad y, desde hace ocho años, es miembro de la GNB. Tiene el rango de sargento mayor de tercera en un destacamento militar en el estado Falcón, en el noroeste venezolano.
Nervioso, sin dinero y preocupado por sus padres, el funcionario cuestionaba esa orden de quedarse en el comando. Quería estar en su hogar, con sus padres. Si bien, temía que por su presencia contagiara a sus familiares, le angustiaba no poder atenderlos.
Al militar solo le quedaba cumplir las órdenes. Esa es la enseñanza en la milicia. Se vistió con su uniforme verde oliva para trabajar en aquel cuartel, donde convive con otros 70 militares.
No es común escuchar que un militar se recrea con el arte circense, pero esta era una de las actividades que Carlos disfrutaba más hacer cuando salía de las rígidas instalaciones del comando militar donde trabaja.
Antes de la pandemia se entretenía con las personas que se dedicaban al circo callejero. Ellos le enseñaron al militar a hacer demostraciones con el yoyo chino, una actividad que realiza desde el año 2016, cuando lo aprendió a dominar completamente.
Además de las demostraciones callejeras, iba a una escuela de arte circense para apoyar a los profesores con la enseñanza de los nuevos alumnos. Aunque el militar nunca se matriculó, era voluntario del equipo de iluminación y sonido; a cambio le permitían practicar con otros artistas las actividades circenses que más le llamaban la atención.
Como muchas actividades que se paralizaron por la llegada del COVID-19, los espectáculos callejeros también se suspendieron. Desde que comenzó la pandemia Carlos evitó asistir más a la escuela de circo o ver a sus compañeros.
Cuando los extrañaba se ponía a practicar en la habitación de su casa el yoyo chino, pero lo llenaba de nostalgia que nadie lo viera. “Entretener es lo que más le gusta hacer”, agrega.
Para no dejarse vencer por sus cambios emocionales, Carlos trataba de hacer actividades para distraerse y mantener el buen humor. Se iba al negocio de un amigo a ayudarlo a vender verduras y hortalizas. El local estaba muy cerca de su casa y allí pasaba las horas.
Los padres de Carlos viven solos. Él es el único hijo que se encuentra en el país. Su hermano menor vive en Colombia desde hace tres años. Entre marzo y junio de 2020, el militar estuvo encerrado en el cuartel. Solo salía cuando su superior lo mandaba a patrullar por los sectores en Falcón.
El funcionario añoraba regresar a su hogar. Todas las noches llamaba a sus padres para saber cómo estaban, si habían comido, si usaban el tapabocas y les advertía que no salieran, a menos que fuese estrictamente necesario.
Durante los tres meses que estuvo “acuartelado”, a Carlos le angustiaba que solo tenía contacto telefónico con sus padres. Todos los días encendía el televisor para escuchar cuántos casos de coronavirus se anunciaban en Venezuela. Le aterrorizaba que en el estado donde residen sus padres, se reportaran brotes del virus a diario.
Como sus progenitores tienen pocos recursos económicos, y Carlos gana menos de 10 dólares al mes, se le imposibilitaba enviarles dinero para que compraran los equipos básicos de bioseguridad: mascarillas, gel antibacterial y alcohol.
En una de las decenas de llamadas que sostuvo con sus familiares, Carlos le recomendó que hicieran tapabocas de tela. Una de sus tías sabía coser, y así gastan menos dinero y podían protegerse medianamente del covid.
A pesar de saber que sus padres salían poco de casa, y de estar tomando todas las medidas preventivas para evitar contagiarse, a Carlos le costaba dormir por las noches. No dejaba de preguntarse cómo estaban haciendo para poder sobrevivir a una cuarentena tan estricta y sin dinero.
No estar con sus familiares hizo que sus miedos internos salieran a la luz. Cuenta que a veces lloraba en su litera del comando militar, pero evitaba que sus compañeros lo notaran. Tenía que estar firme para salir a trabajar en las alcabalas y detener a las personas que no cumplían con el decreto de la cuarentena radical.
A pocos días de que el Gobierno decretó el aislamiento en Venezuela el comandante del centro militar donde labora Carlos, compró los artículos básicos para que los efectivos castrenses cumplieran con las medidas de bioseguridad dentro del recinto. Aún así, Carlos trabajaba en la calle.
En ocasiones, Carlos se negaba a salir del comando. Cuando en los puntos de control militar le tocaba detener a las personas, para los chequeos de rutina, su angustia se manifestaba. Trataba de mantener el metro de distancia. Pero saber que en cualquier momento se podía contagiar, lo paralizaba.
Las alteraciones en el estado de ánimo cada vez se hicieron más constantes en sus jornadas laborales. Tenía dificultad para concentrarse en sus actividades rutinarias, le venían pensamientos negativos acerca de su futuro y cuál sería el desenlace de la pandemia. Percibía que su vida estaba en riesgo. Es más, cree firmemente que el COVID-19, no era una enfermedad que solo se manifestaba físicamente, sino también mentalmente.
Aunque ningún especialista lo evaluó, Carlos sufrió de ataques de pánico. Había momentos cuando sentía que su respiración se cortaba y tenía escalofríos.
Nunca acudió a un psicólogo porque en el estado donde vive no hay servicio de atención a la salud mental de forma gratuita. En su comando militar hay un especialista en salud mental, pero el uniformado desconfiaba de acudir con ese profesional.
Después que culminaron los tres meses de encierro al militar le dieron permiso de salida y pudo estar con sus padres, pero en su cabeza todavía estaban latentes los temores que trajo consigo el SARS-CoV-2.
Carlos creyó que al estar en su hogar junto a sus padres los ataques de pánico disminuirían. No fue así. Para olvidarse de esos episodios repentinos de miedo o ansiedad, el funcionario salía a visitar a su abuela en su moto. En los 10 kilómetros de trayecto, imaginaba que estaba en un operativo militar. Intentaba normalizar la situación.
Cuando estaba de permiso mantenía el contacto con sus compañeros del comando castrense. “Nos contábamos las cosas que nos pasaba o cómo nos sentíamos y parecía que era como un método de autoayuda”, señala.
Aunque no fue a un especialista, por no tener recursos para pagarlo, Carlos se siente recuperado de aquellos duros meses de soledad y aislamiento del 2020. A pesar que en su comando ha habido deserciones, el militar sigue fiel a su compromiso como GNB y, afortunadamente, él y su familia fueron vacunados contra el SARS-CoV-2. La inmunización lo hace sentir más seguro, pero aun así no baja la guardia. Sigue cuidando a sus padres y a él mismo.
*Los nombres de los entrevistados fueron cambiados para resguardar su identidad.